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El olivo y el verano

En la anterior entrega -el crecimiento del fruto- pudimos ver cómo el olivo superaba uno de los momentos más decisivos de su ciclo vital, justo cuando comienza a endurecerse el hueso en torno al que se forma la aceituna. Este fenómeno se produce alrededor del mes de julio e indica que el árbol está preparado para afrontar los rigores del verano.



En el mes de julio, el tamaño de las aceitunas es ya muy similar al definitivo, si bien su color todavía es de un verde intenso, que irá oscureciéndose a medida que los frutos vayan acumulando reservas y avancen hacia su madurez. Sin duda, esta es una larga odisea.


El reto al que se enfrentan los olivos en esta fase no es, en absoluto, sencillo. Las altas temperaturas le invitan a “echarse la siesta” y provocan que su actividad se detenga durante la mayor parte del día, especialmente a lo largo de las horas centrales. De esta manera, estos árboles tratan de optimizar al máximo la escasa cantidad de agua que absorben con sus raíces.


También con este objetivo, los olivos cierran sus estomas, o lo que es lo mismo, unos diminutos poros localizados en el envés de las hojas, a través de los cuales liberan el vapor de agua necesario para realizar su actividad fotosintética.


Entretanto, el fruto continúa en su empeño de acumular reservas en forma de azúcares, para transformarlas posteriormente en los ácidos grasos que componen el aceite. Este es un proceso largo, que puede prolongarse durante el otoño y alcanzar, incluso, el invierno, como ya veremos más adelante.


Sobreviviendo al verano


La finalización con éxito de esta etapa está muy relacionada con la estructura del propio árbol, que está diseñado para minimizar el gasto de agua. En este sentido, sus hojas estrechas ofrecen una superficie reducida que evita la evaporación. Estos apéndices, al igual que los frutos, están cubiertos de ceras protectoras, que contribuyen a proporcionar una elevada consistencia. Esta última característica es definida por los botánicos con el término de coriácea.


Por su parte, el envés de las hojas está provisto de una especie de vellosidad que, a la vez que le proporciona su peculiar aspecto blanquecino, también evita la fuga del vapor de agua.



Finalmente, por el tronco sinuoso, con abultamientos en su superficie y un engrosamiento en la base, circula lentamente la savia, que reafirma su condición de esclavo de una sequedad que es muy habitual en el verano mediterráneo.


Para ayudar al olivo en su transición estacional, los agricultores suelen realizar labores superficiales sobre el terreno, orquestadas para cerrar grietas en el suelo a través de las cuales puede escaparse la humedad e, indirectamente, para proteger los olivos frente a las radiaciones solares con el polvo que se deposita sobre sus copas después de realizar las tareas de labranza, especialmente en las comarcas más cálidas y alejadas de la influencia marina.


Todo tiene un porqué


Hasta ahora, parece que el verano solo ejerce un papel fustigador sobre el olivo, pero la realidad es bien distinta. El calor y la sequía transmiten al árbol una serie de estímulos que favorecerán su abundante floración durante la siguiente campaña. Es por este motivo por el que el olivo no consigue adaptarse bien a climas más húmedos, como pueden ser los monzónicos, donde son habituales las tormentas durante el verano.


Cuando el estío comienza a debilitarse, el color verde de los frutos también pierde intensidad y comienza a cambiar hacia otras tonalidades coincidiendo con otro de los momentos clave en el ciclo del olivo. Algo de lo que hablaremos en el próximo número.


Puedes leer también las fases previas, como la brotación, la floración y el crecimiento del fruto.


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